Volver a "1984" (y IV)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Distopías, 1984, George Orwell
(viene del asiento del 23 de mayo)
No he sido yo el único que ha vuelto en estos días sobre el Orwell de 1984. Como tampoco ha sido únicamente el deseo de buscar asideros en la realidad, a la abstracción de las ilustraciones de Saura en mi edición de este clásico del siglo XX, el único motivo que me ha devuelto sobre la obra del utopista -aunque quizá fuera mejor decir distopista, si se me permite la expresión- inglés.
Ese renovado interés que despiertan las distopías, a raíz de la pandemia que conoció el mundo hace tres años, frente a la que tantos llegamos a imaginar una hecatombe semejante a esas catástrofes atómicas, que dieron lugar a tantas grandes pastorales de la ciencia ficción en los años de la Guerra fría, llama más la atención sobre la propuesta de Orwell que sobre ninguna otra por algo que Umberto Eco fue a calificar como “su energía visionaria”.
Ignoro si en el extranjero, esa vuelta al Orwell distópico -una vez más he de insistir en que Rebelión en la granja (1945) es una fábula, canónica porque condena el estalinismo mediante animales antropomorfizados-, es tan pronunciada como en España. El caso es que aquí, Nova, la ya legendaria colección de ciencia ficción -nacida en Ediciones B; ahora con el sello de Penguin Randon House- acaba de anunciar una nueva edición de 1984 con ocho imágenes a color de Jim Burns. Yo sigo dándole vueltas a la mía de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores -regalo de Lola Ferreira-, ilustrada por Antonio Saura, ya digo. Es en su pág. 198 donde puede leerse:
“El Socing -ese acrónimo por el que se conoce el socialismo inglés, el régimen que tiraniza la Oceanía de Orwell-, que nació del antiguo movimiento socialista y heredó de éste su fraseología, ha conseguido poner en práctica el punto fundamental del programa socialista, que ha dado como resultado, previsto y buscado anteriormente, la desigualdad económica permanente”. Más adelante el maestro escribe: “Esta falsificación diaria del pasado que el Ministerio de la Verdad lleva a cabo es tan necesaria para la estabilidad del régimen como lo son la represión y el espionaje que lleva a cabo el Ministerio del amor” (pág. 205).
Tengo el convencimiento de que cuando España se olvide de la política en la misma medida que se ha secularizado, todos seremos tan felices como los suizos, a mi juicio, una de las sociedades menos politizadas del mundo. En la Europa de la Edad Media se mataba por la religión, y también por la Cruz se iba a matar gente a Tierra Santa. En la Europa del siglo XX se iba a la guerra por política. Tiranías como la que terminará acabando con Winston Smith como persona, hasta convertirle mediante la tortura en un miembro de la masa que adora al líder, sólo son posibles en las sociedades politizadas. Cuanto más ideologizadas estén las personas, más caen en ese sistema de los contrarios. En estas páginas, el Ministerio del Amor es el que tortura, pero en todos los totalitarismos del mundo, sea cual sea su lado del espectro político, se llama libertad a su propia tiranía.
“La corrupción de las palabras es un síntoma, y a la vez la causa de la corrupción del pensamiento”, dijo en su momento Antonio Muñoz Molina con relación a esa capacidad para predecir el futuro de Orwell. Y bien es cierto que hasta hace apenas unos meses, en la España de aquí y ahora, las lideresas del neoestalinismo libraron una de sus batallas más sonadas queriendo imponernos nuevas palabras. Parecía una broma, pero fue todo un intento de imponer una idea mediante una palabra, como en la neolengua impuesta por el Socing.
En efecto, es algo más que ese diálogo entre la abstracción y la realidad lo que me ha devuelto a estas páginas. Y no es sólo esa realidad que inspiró el informalismo de las ilustraciones de Saura: es de suponer que las imágenes que le sugirió el texto. También es la mía, la realidad que me rodea en este infausto 2023, con los neoestalinistas al acecho, con nuevos nombres pero igual de sectarios y dispuestos a todas esas atrocidades que sólo perpetra la gente con conciencia política. La política es tan abominable como el resto de los sectarismos. Los partidos son las sectas más peligrosas que existen pues son las que más se afanan en la captación de los indiferentes, a quienes, cuando pueden, reprimen hasta la muerte. Por no hablar de lo que harían a quienes tienen una cosmovisión diferente.
Por supuesto, yo también soy el primero en rendirme maravillado ante la capacidad de anticipar el futuro de Orwell. Ahora bien, cuanto concierne a las torturas -la Tercera parte del texto-, me da la impresión de que las que nos cuenta son aquéllas de las que el propio autor tuvo noticia. Bien por las primeras víctimas de las purgas de Stalin, bien por lo referido por sus compañeros del POUM, quienes sufrieron esa suerte a manos del Servicio de Información Militar (SIM), una herramienta al servicio del PCE y el resto de los chequistas comunistas, en la retaguardia republicana durante la guerra civil española, todos ellos instruidos por el infausto Alexander Orlov, el agente soviético que sirvió de enlace entre la temida NKVD y los verdugos del PCE y del SIM.
Las torturas, son el nudo de 1984, que también puede entenderse como una historia clásica, de esas cuyo asunto puede reducirse al célebre chico conoce chica. Lo que pasa es que aquí Winston Smith y Julia se conocen -o cruzan la mirada por primera vez, porque a medida que avanzan en su relación, que saben condenada al destino que les aguarda en el Ministerio del Amor- en la media hora de odio con la que el partido fanatiza a sus funcionarios medios contra Goldstein y sus seguidores. Como el buen escritor que es, Orwell no se recrea en describirnos los suplicios, esa morbosidad a la que hubiera recurrido cualquier autor sin el talento del de 1984 para magnetizar de un modo espurio a los lectores. Aquí se habla de palizas sí, pero sin apenas especificar cómo fueron los golpes, de descargas eléctricas y alguna que otra crueldad. Pero no muchas, insisto, aunque eso hubiera sido lo cómodo: satisfacer la morbosidad de los lectores, entretenerles con el sufrimiento de otros.
“¡El codo! Cayó desplomado de rodillas, agarrándose con la otra mano el codo golpeado -leo en la pág. 232-. Era inconcebible, totalmente inconcebible que un solo golpe pudiera provocar tanto dolor. (…) Nada en el mundo es tan espantoso como el dolor físico. Frente al dolor no hay héroes, no hay héroes, se decía una y otra vez mientras se retorcía en el suelo y se sujetaba inútilmente el brazo izquierdo lisiado”.
Estos párrafos me han venido a recordar una cinta notable, uno de los grandes éxitos de su temporada, Quemado por el sol (Nikita Mikhalkov, 1994). Someramente, con la Gran Purga de Stalin (1938) como telón de fondo, puede decirse que su asunto versa sobre un oficial NKVD, Dimitry (Oleg Menshikov), quien vuelve al pueblo donde dejó a su gran amor para encontrársela casada con un general del Ejército Rojo -Sergei, interpretado por el propio Mikhalkov-, un héroe de la revolución a quien Dimitry va a detener: Stalin se está deshaciendo de sus antiguos compañeros en la revolución. En un momento dado, Sergei comenta al Dimitry que en 24 horas estará llorando para que deje de torturarle. Con la misma frialdad, O’Brien le comenta a Smith que llevaban siete años vigilándole porque sabían positivamente que iba a caer en la mayor falta: la del sexo por amor.
En dos o tres ocasiones he tenido oportunidad de escuchar a gente que fue torturada por la policía franquista, en la tristemente célebre dirección general de seguridad. En los recuerdos de todos, además de las tremendas palizas, los mismos verdugos que les maltrataban se burlaban de su dolor. Pero en todos esos testimonios, uno de los mayores tormentos era la pérdida de la noción del tiempo. Eso de no saber si es de día o de noche -en la celda donde le guardan a uno no hay ventanas y la luz siempre es eléctrica-, eso de ignorar cuánto tiempo lleva sometido a los suplicios del Ministerio del amor -al no tener forma de contar el discurrir de los días, lo mismo puede haber pasado una semana que un mes desde que le detuvieron- es algo de lo que hablan todos los que han sido torturados. Dicen que sólo se piensa en dormir en esos momentos imprecisos que entre sesión y sesión -probablemente para no matarlo- le dejan a uno sus torturadores. He recordado aquellos testimonios, y Quemado por el sol, y he llegado al convencimiento de la veracidad de la descripción de las torturas. En ellas no hay anticipación: se atienen a todo lo que se ha contado sobre los tormentos infligidos en las checas del PCE y el Servicio de Información Militar de la II República española.
El dolor, infligir dolor a quienes se le oponen es una de las más genuinas expresiones del ejercicio del poder. Lo que diferencia a los torturadores comunistas, de los que martirizan a cuenta de cualquier otra ideología del espectro político, es que el resto de los torturadores sólo quieren información sobre la organización a la que pertenecen, en tanto que los estalinistas quieren convencer a sus víctimas del “error” de haberse opuesto a ellos. O’ Brien le explica que ellos no quieren destruir al hereje, que quieren transformarlo, que renuncie a cualquier atisbo de individualidad en aras del partido, lo común. Es un procedimiento semejante a ese que lleva a los estalinistas sudamericanos del siglo XXI a tener a sus “pueblos” -sea utilizando el lenguaje de la izquierda revolucionaria de mi época- pobres, tiranizados y agradecidos, además, por todo ello. Así cuando Parsons, el vecino a quien ha delatado su propia hija se encuentra con Winston en la celda del Ministerio del Amor donde a los dos les aguarda una nueva sesión del suplicio, se siente orgulloso de que haya sido ella precisamente la que le ha delatado.
Lo de los cuatro dedos que le muestra O’ Brien -pág. 241-, uno de los fragmentos más célebres de la novela, viene a cuento de una frase escrita por Smith en su diario: “La libertad es la libertad de poder decir que dos y dos son cuatro”. Sin embargo, una mente disciplinada debe ser capaz de ver los dedos que el partido quiere que vea.
Finalmente, cuando O’ Brien, tras aplicarle nuevos suplicios, le demuestra a Smith cómo le ha comido la cabeza (pág. 256), hasta el punto de que es capaz de leer su pensamiento. El torturado y humillado hasta la negación de sí mismo, comete el error de Pensar en Julia, a la que no ha vuelto a ver desde que les separaron en eso que las revistas femeninas llamaban “tristeza postcoito”. Al punto se le lleva a la habitación 101.
En dicha estancia, la más temida de todo el Ministerio del amor, se somete a cada uno a su mayor temor. En el caso de Winston Smith son las ratas, pues de niño, durante la revolución las vio comerse un cadáver. Cuando O’ Brien se dispone a ponérselas frente a su cara, ya disponiéndose los roedores a saltar sobre su rostro, esa piltrafa humana, que antes de su detención por el Ministerio del Amor fuera Winston Smith, suplica llorando a su torturador -a quien cuando está libre de ataduras se aferra como un niño a una madre, como si no fuera O’ Brien quien le está martirizando-, que haga que las ratas le coman el rostro a Julia. Y entonces, sí. Al denunciar a su amor, ya es todo ese pelele al servicio del Socing. Empieza a temer que le peguen un tiro en la nuca en un traslado de celdas, como es costumbre en el Ministerio del Amor.
Sin embargo le dejan en libertad. Incluso se repone. Pero ya no es el mismo. De hecho, vuelve a ver a Julia, se saludan, incluso se confiesan uno a otro que los dos se han delatado. Pero lo que pudo haber entre ellos ya ha dejado de existir.
Sabido es que Orwell era un trotskista. Sin embargo, es tan certera la denuncia de cómo las sociedades colectivizadas lo son precisamente para la supresión del individuo que, por momentos, se me antoja tan individualista como yo mismo. “Todo lo demás era crimensex. En neolengua era casi imposible seguir un razonamiento más allá de la percepción de su carácter herético; a partir de ese punto, faltaban las palabras necesarias para expresarlo” (pág. 297).
Un último apunte sobre las ilustraciones de Antonio Saura. Siendo este artista el mismo que ilustraba algunas de las grabaciones de Paco Ibáñez de mis primeros años, en cuyas canciones -Soldadito de Bolivia, pongo por caso- se exaltaban algunos de los estalinismos latinoamericanos que entonces arreciaban no es de extrañar que el informalismo del artista aragonés haya venido a recordarme las carátulas de aquellos discos.
Publicado el 9 de junio de 2023 a las 13:30.